“mi principal proyecto es aprender de una vez por todas a perder el tiempo sin sentirme culpable por ello y al mismo tiempo a escucharme cuando necesito escribir o leer”
Antonio Tocornal (Cádiz, 1964) es a pesar de su halo apátrida un serverí de los que gastan suela en el pueblo y querido por sus vecinos, aquí uno. Nuestro escritor, entonces, lleva unos años sobrevolando las tierras de la lengua del Quijote con su ingeniosa máquina de cosechar premios literarios a troche y moche, gracias al buen hacer de su afilado florete literario. «Ahí es ná». Recientemente ha salido publicada su testimonial novela «La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie» con la que ganó el prestigioso Premio de Novela «Vargas Llosa» (XXII) Pero mi compadre no es de andar por las estrellas sino de subir a las azoteas, y descubrir mediante su oficio brillante que la vida puede ser «el canto de todos los grillos del mundo que, al fin y al cabo, es un solo grillo repetido infinitas veces» y desde esta hermosa reflexión que nos descubre su alter ego en «La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie», hacernos descubrir entre líneas, que la vocación vouyerística del escritor, es en bellas palabras de melancólicos significados, lo más parecido a «como circular por un plano de la ciudad que estaba a otro nivel; un nivel «superior». Terminando el párrafo de uno de los tan hermosos pasajes de su última novela.
Su elegancia gamberra, nunca revestida de colonia barata, como los andares chulescos que descubren al impostor, sus hostias descriptivas sin intención de herir sino de reír y por tanto “reírnos” y “reírse” siempre me recordó al genial escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald que tiene en su haber esa genial frase que dice mucho de ambos y su forma de entender la literatura: “La vida es más interesante mirando desde una ventana. Estaba dentro y fuera simultáneamente, encantado y repelido por la exhaustiva variedad de la vida”— Francis Scott Fitzgerald.
Manel I. Serrano Servera
-Durante la construcción de la novela “La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie”, fuiste consciente de que de salir a la luz esta obra, el desnudo sería tu misma silueta, y no el de un personaje ficticio. ¿Te preocupaba ese aspecto personal?
-No. Siempre, en cualquier obra literaria, se escribe de alguna forma sobre uno mismo. A veces ese retrato está oculto en algún personaje; otras veces es más evidente. En el caso de esta novela, se podría contextualizar en la tradición del Retrato del artista adolescente. Todos conocemos los autorretratos que se hicieron con veinte años pintores como Picasso, Goya o Courbet. Entre los escritores, tenemos los retratos maravillosos que se hicieron Francisco Umbral en Las ninfas o Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, o la práctica totalidad de las obras de algunos autores de autoficción como Vila-Matas o Cartarescu. Incluso Stephen Dedalus es de forma evidente un Joyce joven. En esta novela no se oculta que el narrador es mi alter ego. Desde el momento en que se ficciona, se convierte en un personaje, pero la práctica totalidad de las vivencias de ese personaje tienen una base real o, al menos, así lo recuerdo yo. García Márquez, al principio de Vivir para contarla, dice algo así: «La vida no es la que se ha vivido, sino la que se recuerda, y como se recuerda para contarla».
“En España se editan cada año noventa mil libros. Eso es casi uno cada hora. Casi todos ellos son innecesarios”
-¿Contar una buena historia es saber rascar hacia dentro?
-Es más bien saber mirar hacia fuera y saber encontrar el detalle, la perla entre las piedras, y luego someterlo todo a un proceso de filtrado a través de las propias vivencias. En este caso hay algo más, porque lo que se narra sucedió treinta años atrás. Ha sido necesario un proceso de minería, una especie de «arqueología de la memoria» en la que se ha ido desenterrando cada recuerdo sin prisas, dejando que aflorasen de forma natural, y se han estudiado hasta que se les ha encontrado la cara con más carga poética, y ha sido esa cara la que se ha mostrado. Al final se ha recreado una historia completa, pero fíjate que utilizo la palabra recrear como sinónimo de recordar porque, finalmente, recordar es «crear de nuevo» y la historia que se ha recreado acaba por adquirir más solidez que la que se ha vivido realmente y que se ha perdido en el olvido, por lo que, finalmente, esa recreación es la única realidad.
-¿Por qué treinta años después?
-Porque es en este momento en el que los personajes han reivindicado su derecho a ser narrados y yo me lo he tomado como una misión, ya que soy el único que los conoció a todos y que tiene las herramientas para dignificarlos y rescatarlos del olvido. Porque es necesario «ser otro», ser transformado por el tiempo, para poder contar lo que sucede a tu alrededor sin la frialdad de un reportero. Porque ha sido necesario despojarme de la pasión que se tiene a los veinte años y revestirme de la madurez que se tiene a los cincuenta para darme cuenta de que aquellos personajes estaban rodeados de un aura poética que en aquel entonces, el diletante que yo era, no podía apreciar.

-Sin pretender desvelar nada sobre la novela, he apreciado en su lectura que tú alter ego parece algo desengañado o más bien triste, incluso algo escaldado. ¿Es la cautela del narrador?, o bien si me permites hurgar un poco más. ¿Tuviste esa sensación en ese momento de tu vida?
-No olvides que mi alter ego es el narrador de una historia acontecida treinta años atrás y que, por lo tanto, está barnizada por una pátina de nostalgia, que nunca hay que confundir con la tristeza. Creo, por el contrario, que es una novela alegre y optimista, porque los valores que se defienden son la libertad y la hermandad en la inocencia de la juventud, y que no importa lo absurdo que parezca lo que hagamos en la vida; ninguna actividad es más absurda que otra aunque todas lo sean. Se trata de encontrarle a la vida un sentido a través de nuestras obsesiones personales, ya seamos poetas de vanguardia, músicos callejeros o mecánicos de coches.
-Hay un verso de un rapero andaluz que me vino a la cabeza mientras leía la novela y dice así: «el artisteo me deprime». En algunos pasajes de “La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie” y en la radiografía que haces de alguno de sus personajes, tu literatura hace sorna de la actitud del artista, que no del creador. ¿El artisteo te deprime?
-Si hablamos de artes plásticas aunque se puede extrapolar a otras artes, en este momento de mi vida veo el artisteo como si fuese una comedia en la que cada uno interpreta su papel: el artista, el espectador, el coleccionista, el galerista, pero también el crítico y el comisario de exposiciones. No me deprime, sino todo lo contrario: me divierte ver cómo cada uno interpreta su papel intentando ceñirse al guión metiéndose en el personaje. Tú que eres dramaturgo estarás familiarizado con el «método Stanislavski», zambullirse hasta el fondo en el alma del personaje a través de la memoria emocional e intentando combatir el diletantismo y la rutina. Así es como yo veo el mundo del arte, como un escenario en el que se representa una comedia en la que los actores han llegado a confundirse con los roles que les han tocado en el reparto y a creérselos para poder hacerlos creer a los demás. Puede ser muy divertido observarlos desde fuera, y es lo que yo hago en esta novela. Tal vez con la frialdad del espectador que mira mientras come palomitas y que no olvida en ningún momento que asiste a un espectáculo de ficción.
-Y ahora, la pregunta de siempre pero con mucha intención. ¿Tienes algún proyecto en ciernes? Y permíteme ir más allá. ¿Te llama la atención poner en barbecho la novela para entrar en otros campos de la literatura?
―Estoy a gusto en el campo de la narrativa en sus dos formatos de relato corto y de novela. No descarto alguna incursión puntual en el ensayo, pero no soy ni dramaturgo ni poeta, si bien me conmueve cuando descubro poesía oculta dentro de un texto de narrativa escrito por narradores que no se autodenominan con la pomposa etiqueta de poeta. Pienso, por ejemplo, en Mortal y rosa, de Umbral; una novela que es un poema desde la primera hasta la última página, o en algunos pasajes maravillosos de Bolaño. Siempre intento aprender de estos poetas infiltrados.
En cuanto a mis proyectos, seguiré escribiendo narrativa. Llevo tiempo trabajando en otras novelas y relatos pero sin ninguna prisa, sin horarios impuestos, cuando el cuerpo me lo pide y sin un objetivo ni un plazo concreto de publicación. Creo que tengo mucho que aprender escribiendo, que puedo seguir avanzando por esa senda.
Digamos que mi principal proyecto es aprender de una vez por todas a perder el tiempo sin sentirme culpable por ello y al mismo tiempo a escucharme cuando necesito escribir o leer. Intento situarme en un contexto en el que poder aislarme del ruido de afuera para seguir aprendiendo y construyéndome con este oficio tan extraño.
El escritor y su oficio, el escritor y su pasión, el escritor y sus circunstancias. ¿Cuando sales fuera ―a la península― te reciben como un escritor mallorquín o te sientes así cuando vuelves a casa y compartes tu día a día con los tuyos y tus vecinos? Permíteme obviar la misma pregunta haciendo referencia al mundillo cultural de nuestra isla, porque el chovinismo se paga con más chovinismo y así se perpetua el provincianismo hasta haberlo imperializado en el más grande de los absurdos. Anda, permíteme otra pregunta dentro de esta. ¿Cómo se siente uno escribiendo desde esta isla hacia el mundo? ¿Te has sentido alguna vez boyar en alta mar y en cambio, zozobrar sin haber salido de puerto?
-La verdad es que no le doy mucha importancia a de dónde sea uno. Son Servera es el lugar que he elegido para vivir ―o que me ha elegido a mí para que lo habite― y donde he pasado media vida, pero no me siento de aquí. Estoy perfectamente integrado y tengo muchísimas amistades en Mallorca, pero el carácter mallorquín tiende a recordarle al forastero que su condición es irrevocable. Como, por otra parte, me fui de Cádiz muy joven y casi no mantengo vínculos, tampoco me siento del todo de allí. Tengo algo de «orfandad de patria», pero he aprendido a vivir con ella. De alguna forma soy muy afortunado por ello, porque no puedo caer en la tentación de los nacionalismos que finalmente son tan reduccionistas, y cuando viajo fuera de Mallorca puedo apreciar las cosas buenas de cada lugar sin usar nuestra isla como modelo o como vara de medir.
Aquí, por desgracia, la vida cultural es muy limitada, pero como yo tengo algo de vocación de ermitaño, no me resulta dramático. No es un problema que no se pueda solucionar con Internet o con una escapada de vez en cuando. En cuanto a cómo me reciben aquí o allá y cómo me consideran en mi pueblo, tiene poca importancia. No tengo ambiciones de «escritor local» ni nada parecido. Me gusta pasar desapercibido en el lugar donde vivo y al mismo tiempo es muy agradable viajar por España y constatar que mucha gente de la que no he oído hablar lleva tiempo siguiéndome. Es algo que me sorprende y me conmueve cada vez que sucede.
―Para terminar, dinos si con “La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespi” has conseguido saldar alguna cuenta pendiente contigo mismo y tu pasado. Y por otro lado, ¿Como vives este momento en el que consigues ver tu creación desde fuera y empiezas a asimilar que está a la disposición de todo el mundo leer tu testimonio en el sugerente universo de la ficción?
-Bueno, eso son dos preguntas en una. Intentaré contestar las dos.
Sí que se puede decir que he saldado cuentas pendientes, tanto con los personajes como conmigo mismo. Como dije antes, ellos son los que merecían ser narrados y yo solo me comprometí a asumir esa responsabilidad. En lo que a mí se refiere, me gustaría citar al escritor José Vicente Pascual en la clarividente reseña que hizo de la novela: «Una vida sin reinterpretación es un expediente administrativo, o la descripción biológica de un proceso previsible: nacer, crecer, reproducirse y morir. Recordar, por el contrario, es nacer; volver a hacernos conforme a la lógica del presente en diálogo con la bruma del ayer. Es volver a encontrarnos sentido cuando la inmaterialidad del pasado ha arrebatado todo norte y todo sur a lo que hacíamos entonces, aquello que bajo la mirada de hoy (lo que hoy somos), no se sostiene ni en su propósito ni en su lógica (si es que alguna vez tuvo alguna lógica)».
En cuanto a lo otro, a cómo vivo la exposición pública de mis escritos, sé que es algo efímero y sin ninguna relevancia. Como si alguien a quien podemos llamar Circuntancia me estuviese empujando con un palo para que saliese a un ruedo o a un circo romano al que durante un corto periodo de tiempo se exponen algunos escogidos por el azar.
Escribir es un acto solitario. Si uno escribe, hay que aceptar que lo normal sería que solo te leyesen unos pocos y eso no debería causar frustraciones. En España se editan cada año noventa mil libros. Eso es casi uno cada hora. Casi todos ellos son innecesarios. Conseguir un solo lector ya es un éxito al alcance de pocos y los que hemos conseguido un poco de atención, aunque sea efímera, debemos considerarnos unos privilegiados. Viajar a la otra punta de España a presentar tu libro y descubrir que hay personas que te siguen desde hace tiempo es algo a lo que nunca me acostumbraré y que siempre percibo como un regalo.
Deixa un comentari